Un demoledor ensayo de Mikita Brottman aboga por prestar atención a la muerte del criterio, no a la muerte de la lectura
Lo dejó dicho Franz Kafka en una carta que escribió a Max
Brod, en 1904: “En general, creo que solo debemos leer libros que nos
muerdan y nos arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos despierta
como un golpe en el cráneo, ¿para qué nos molestamos en leerlo?”. Solo
en EE UU, cada año se publican alrededor de 150.000 libros, es decir,
410 por día, contando fines de semana y festivos. Más de la mitad de
esos libros son novelas —la friolera de unas 100.000 al año—, es decir,
que “tomando como referencia una semana con 40 horas de lectura, 46
semanas por año de actividad y tres horas por novela, necesitaríamos 163
vidas para leerlas todas”, en palabras del crítico John Sutherland.
Palabras que Mikita Brottman, primero lectora empedernida —se pasó la
adolescencia devorando novelas góticas y se convirtió en una especie de
Catherine Morland, aquel personaje de Jane Austen que tenía tal empacho
de novelas de fantasmas que hacía de cada encuentro social un melodrama
sobrenatural— y luego escritora y pensadora de la fría y gris Sheffield,
recoge en su brillante, a la par que divertido y demoledor, Contra la lectura (Blackie Books).
El título del mismo no debería llevar a engaño. La propia Brottman se apresura a aclarar que no tiene nada en contra de la lectura. Pero sí y mucho, ateniéndose a las palabras de Sutherland, contra lo que se dice de la lectura. Porque se dice que no se lee. Todo el tiempo se está diciendo en todas partes que los índices de lectura caen. ¿Caen, realmente? ¿Por qué, se pregunta Brottman, la lectura necesita de tanto bombo? Brottman no entiende que se ametralle a la población lectora y no lectora con eslóganes del estilo: “Abre un libro, amplía tu mente”, “Leer importa”, “Un hogar sin libro es como un árbol sin pájaros”. “Es lo absurdo de estos eslóganes lo que me molesta, el modo en que dan por sentado el hecho de que leer es, por su propia naturaleza, ‘bueno para ti”, dice. Como diciendo “puede que leer no sea la manera más emocionante de ocupar tu tiempo libre, pero leer te fortalece, está lleno de nutrientes y será beneficioso a largo plazo, como las espinacas”, añade. ¿Y es cierto? Sí y no, contesta Brottman. Por un lado, pueden ser una buena herramienta (la mejor) para dar sentido al caos que nos rodea “y transformarlo en alguna clase de orden” que amaine nuestra “angustia existencial”, según el psicoanalista Irvin Yalom. Por otro, pueden hechizarnos y hacernos perder el mundo de vista.
Según Sigmund Freud, la lectura “es un modo pueril y regresivo de soñar despierto”, y ese sueño puede convertir la realidad en un espejismo del que querríamos huir. El mismo Jean Paul Sartre cuenta en sus memorias cómo el día en que por fin pisó los jardines de Luxemburgo le parecieron horribles. Había fantaseado durante tantas horas siendo niño con su manoseado ejemplar de la Enciclopedia Larousse sobre las rodillas que, cuando se topó con los de verdad, quiso volver a casa a seguir ojeando su enciclopedia. Por eso dice Brottman que “es cierto, los libros pueden llevarnos a lugares maravillosos, pero también pueden dejarnos allí varados, alienados e inútiles, solos y desclasados, aislados de otros seres humanos, incluso de nuestros propios recuerdos, de nuestra propia experiencia de nosotros mismos”, y añade que, claro, “eso no tiene nada de maravilloso”.
Moraleja: no hay que dejarse engatusar, ni soltar las riendas en ningún momento, pues, “a lo que en realidad deberíamos prestar atención, en un mercado abarrotado y ahíto de libros, no es a la muerte de la lectura, sino a la muerte del criterio” porque, concluye, “es relativamente fácil adquirir el hábito de la lectura; es mucho más difícil llegar a ser un lector exigente y con criterio”.
El título del mismo no debería llevar a engaño. La propia Brottman se apresura a aclarar que no tiene nada en contra de la lectura. Pero sí y mucho, ateniéndose a las palabras de Sutherland, contra lo que se dice de la lectura. Porque se dice que no se lee. Todo el tiempo se está diciendo en todas partes que los índices de lectura caen. ¿Caen, realmente? ¿Por qué, se pregunta Brottman, la lectura necesita de tanto bombo? Brottman no entiende que se ametralle a la población lectora y no lectora con eslóganes del estilo: “Abre un libro, amplía tu mente”, “Leer importa”, “Un hogar sin libro es como un árbol sin pájaros”. “Es lo absurdo de estos eslóganes lo que me molesta, el modo en que dan por sentado el hecho de que leer es, por su propia naturaleza, ‘bueno para ti”, dice. Como diciendo “puede que leer no sea la manera más emocionante de ocupar tu tiempo libre, pero leer te fortalece, está lleno de nutrientes y será beneficioso a largo plazo, como las espinacas”, añade. ¿Y es cierto? Sí y no, contesta Brottman. Por un lado, pueden ser una buena herramienta (la mejor) para dar sentido al caos que nos rodea “y transformarlo en alguna clase de orden” que amaine nuestra “angustia existencial”, según el psicoanalista Irvin Yalom. Por otro, pueden hechizarnos y hacernos perder el mundo de vista.
Según Sigmund Freud, la lectura “es un modo pueril y regresivo de soñar despierto”, y ese sueño puede convertir la realidad en un espejismo del que querríamos huir. El mismo Jean Paul Sartre cuenta en sus memorias cómo el día en que por fin pisó los jardines de Luxemburgo le parecieron horribles. Había fantaseado durante tantas horas siendo niño con su manoseado ejemplar de la Enciclopedia Larousse sobre las rodillas que, cuando se topó con los de verdad, quiso volver a casa a seguir ojeando su enciclopedia. Por eso dice Brottman que “es cierto, los libros pueden llevarnos a lugares maravillosos, pero también pueden dejarnos allí varados, alienados e inútiles, solos y desclasados, aislados de otros seres humanos, incluso de nuestros propios recuerdos, de nuestra propia experiencia de nosotros mismos”, y añade que, claro, “eso no tiene nada de maravilloso”.
Moraleja: no hay que dejarse engatusar, ni soltar las riendas en ningún momento, pues, “a lo que en realidad deberíamos prestar atención, en un mercado abarrotado y ahíto de libros, no es a la muerte de la lectura, sino a la muerte del criterio” porque, concluye, “es relativamente fácil adquirir el hábito de la lectura; es mucho más difícil llegar a ser un lector exigente y con criterio”.
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